9 Horas para Morir, I
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- Publicado: Sábado, 23 Noviembre 2013 11:56
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9 Horas para Morir tiene mucho que ver con un amigo. Nunca había utilizado a nadie para ninguna de mis novelas. Poco más que usar un gesto de un conocido, un rostro que te llama la atención, una frase, o una mirada torva de alguien que te repele. Pero nunca he utilizado a una persona concreta como personaje. No es una cuestión moral, es simplemente si sabes o no sabes hacerlo. A algunos esto les pone.
En 9 Horas para Morir lo que hice fue servirme de la bondad y naturaleza bohemia de este amigo a quien tanto aprecio. Utilizarlo como excusa para montar una historia: un hombre decide suicidarse porque se de cuenta de que el mundo se está haciendo más agresivo, que el comportamiento tribal de la sociedad está derivando hacia lo hostil. La competitividad entendida como lucha, la vida como guerra. El personaje, un anodino Rodríguez, cuenta sus últimas 9 horas de vida: por qué decide abandonar la carrera de la vida; qué es lo que más ha amado, por qué tiene miedo, y un bombazo: un recuerdo traumático de su infancia que creía haber olvidado.
Con 9 Horas para Morir me lo pasé de puta madre. Fue una escritura completamente distinta a todo lo que había hecho. La técnica que empleé fue la del amasamiento de la idea. Dar vueltas y vueltas a un mismo concepto hasta marearte. Pura verborrea. Pero funcionaba y me encontraba muy cómodo. Y eso es lo que importa cuando te subes a un landrover para cruzar el desierto. Por entonces había leido un montón a Thomas Bernhard y estaba hipnotizado por la musicalidad de sus repeticiones obsesivas. También por Javier Marías, que es un TB español, un poco más pequeñito e igualmente malhumorado. Pero la mayor influencia de la novela fue el amigo al que he mencionado en la primera línea. Su recuerdo, cuando me perdía en la maraña de pensamientos, me servía de cuerda guía, aunque desde las primeras páginas ya me di cuenta de que yo era Rodriguez. Narrar durante doscientas páginas en una primera persona que abre los ojos al último día de su vida no puede sino reflejar todas tus fobias y filias, siempre bajo el trasfondo de un hombre bueno y sentimental que ha llegado al límite de sus posibilidades.
Hoy en día mucha gente leerá a Rodríguez como un débil y un panoli. Él mismo así lo reconoce. Llega a decir que es un agente naranja de la sociabilidad. Sabe que es caballo cojo para competir en la carrera de la vida. Sabe que aunque quisiera no sabría sobrevivir, que no puede ni quiere ni sabe pisar a otro, ni siquiera en defensa propia. Aunque a muchos les resulte paradójico es un personaje Nietzscheniano.
La segunda cosa con la que más disfruté durante su escritura fue con el espacio físico. Era mi primera novela que se desarrollaba en Canarias, en concreto en la ciudad de Santa Cruz. No es fácil. La ciudad, digo. Pero me resultó fácil hablar de ella porque Rodríguez la amaba.
Sólo tengo palabras de agradecimiento para Anghel Morales. Es un editor de raza. Me incluyó en este G21 de Narrativa Actual Canaria a pesar de que no he nacido en Canarias, y éste era uno de los principios fundacionales de esta colección. Me siento como un hijo adoptado. Agradecido. He hecho muchas cosas distintas sobre Canarias: novelas, documentales, fotografía, guías... He recorrido sus ocho islas, por tierra, mar y aire, y ya me considero uno de ellos.
La portada es una fotografía del auditorio de Santa Cruz (del arquitecto Calatrava), en un montaje fotográfico de Marcelo López (gracias) y las pruebas de Migdalia (más gracias). El auditorio es un personaje más de esta novela. Todavía no tengo fecha de publicación, pero ya está en la imprenta: apenas le quedan 9 Horas para entrar en máquinas...