Relatos Histéricos

Es el primer libro de Ángel Vallecillo. Autopublicado en 1994 con una tirada numerada de 150 ejemplares es hoy un libro raro de encontrar. Fue vendido casi exclusivamente en la ciudad de Valladolid. Catorce cuentos de ambientes y temas muy diversos pero en los que se adivina su obsesión por lo oscuro, lo grotesco y absurdo, y entre los que destaca con luz propia La Historia de mi Primo Alister, un terrorífico relato gótico en la más pura tradición romántica y dedicado a Edgar Allan Poe, demostrando así cuáles fueron sus primeras influencias literarias. Una absoluta rareza.

ISBN 84 605 1860 4
Año: 1994

A la venta en: Agotado.

El pincel baila, a ritmo de charlestón, su peculiar danza de colores sobre el lienzo. Pasitos cortos y rápidos seguidos de pasos largos, gruesos y cadentes. El cuerpo estilizadamente masculino del pincel del uno, hace un giro, da un salto y una vuelta de amarillo verdoso sobre el lienzo. Un descanso y un buen trago en la paleta y al salón de nuevo, que la noche es corta y a nadie le gusta beber y bailar durante el día.

Así cavilaba Ruan mientras pintaba el cuadro que habría de darle la fama. Un encargo para el concurso anual del «Café L'Espagne». Si su «Espía romántico» (pues así pensaba llamar al cuadro) era elegido como vencedor por los octogenarios poetas, obtendría el honor (además de la nada desdeñable cifra de tres mil francos) de estar todo un año colgado del mural del salón principal, justo encima del centenario piano de cola «October» que amenizaba el baile en el café los sábados por la tarde. Después, el triunfo se convertiría en una ramera a la que uno llama y posee entre las piernas con un simple chasquido de dedos.
La ceniza del cigarrillo cayó sobre el muslo desnudo de la mujer que estaba retocando. Una mujer fantástica. De fantástica belleza, quiero decir. Empezó siendo la del pozo, después pasó a ser la desnuda, y ahora, por último, ya se había ganado un nombre a golpe de pincel; se llamaba Bweth, un nombre exótico y que no significaba nada, pero sus connotaciones sónicas encajaban a la perfección con el carácter misterioso y melancólico de la joven. Aplastó la ceniza contra el óleo y lo difuminó con suaves pasadas del dedo pulgar. Ahora sus muslos habían pasado de impolutos a tener un leve matiz callejero, como cubiertos de una seda ciudadana. Le gustó la idea. Las musas no han de ser, ni mucho menos, princesas rosas; a menudo es incluso mejor que tengan serios defectos para amarlas con más fuerza, de forma más irracional e ilógica. ¿Qué es lo neutro sino el lugar donde se estancan las ideas? ¿Qué es el equilibrio sino un oasis donde uno se aburre hasta embrutecerse y en el que sólo resta sentarse a llorar por la equilibrada inamargura?

Satán no había comido nada y eso lo tenía seriamente preocupado. Sólo una vez había estado una vez sin comer durante un día entero: el día que Ruan tuvo que llevar a su padre (el viejo Nelson) a ser sacrificado a la perrera municipal. Quizás Satán se estuviese muriendo. Aunque era aún joven, la vida de excesos al lado de Ruan le había hecho envejecer hasta parecer un perro de doce años. Cojeaba débilmente del peludo cuarto trasero, y en sus paseos por el salón parecía sobrarle tiempo para todo. Lo llamó para que se acercara, pero el perro se limitó a levantar con despreocupación una de las orejas. Ruan miró entonces por la ventana y volvió a untar el pincel en los colores altos de la paleta. La mirada volvió a introducirse en las pinceladas verdes con las que estaba rellenando las copas de los sauces. Al instante su mirada flotaba, frágil y pausada como una pompa de jabón, entre las hojas y las flores de los árboles. Ruan poseía una facilidad pasmosa para introducirse y pasear físicamente por el quimérico interior de los lienzos. Creía en lo que pintaba y pintaba sobre lo único que creía, y por ello, era capaz de sumergirse con los cinco sentidos en los inacabables espejismos que su imaginación recreaba con admirable realismo. Con algo de vértigo quiso sentarse en una de las ramas más altas de los árboles, como un Tom Sawyer inteligente y travieso. Aspiró profundamente con la mirada perdida en el cielo azul. El frescor de las hojas, agitadas por la brisa, apaciguaba el calor del verano. Un segundo: la mirada retrocedía hasta el exterior del lienzo y daba otra pincelada desde el otro lado; volvía a sumergirse entre las ramas. Ahora la hoja brillaba, desde un único punto mágico, con los destellos del sol más radiante del verano. A Ruan aún seguía asombrándole en cada cuadro la magia de la pintura, la recreación de la realidad en el plano del dibujo, la irrealidad engañosa de la perspectiva, la multiplicidad de las líneas convirtiéndose en espacios, en fondos, ¡en la naturaleza misma! Poder hablar con los colores, ponerles músicas y caracteres a cada uno. Otorgarles dimensiones y sabores, entregarles memorias y texturas. Incluso, si uno se sentía lo suficientemente ebrio de pureza, saber si un color era inteligente o si otro se dejaba engañar con un simple brillo de lo más infantil. Sin la pintura él no sería nada. Ya estaba amargado viviendo con ella con que ¿qué sería de él sin la pintura?

Su madre había llamado por teléfono a las tres. No descolgó. Por el contestador automático surgió, envuelta en sedas de nata, con ese tonillo que rezumaba rosas muy pálidos, la voz insegura y melancólica de la mamá: «Mándame algo de dinero, hijo mío, no seas hijo de puta». La paleta había volado por los aires, la trementina y el aceite se derramaron en la alfombra azteca; partió la mesa en pedazos con los puños, rasgó decenas de lienzos blancos y se tragó los jirones y los pinceles volaron por el ventanal yendo a parar al huerto. Tuvo que ducharse dos veces con agua fría para tranquilizarse. Después, desnudo, bajó al huerto y paseó con melancolía un rato por el jardín, fijándose con impaciencia en las ramas más gruesas de los árboles. Cuando encontró una lo suficientemente digna para soportar el peso de su muerte, pasó la cuerda por ella y se la abotonó con presteza al cuello. Miró el cielo azul con ojos de hijo de Dios suplicante. «Señor, señor, por qué me has abandonado». Bajándose del cubo de basura se termina la pantomima. ¡Qué carajo! Saber que uno puede matarse cuando quiera, que es tan fácil como ir hasta la cocina y coger una «Coca Cola» de la nevera, es lo que le permite a uno no tener que hacerlo nunca.

La mirada de Bweth tenía el matiz distante que había querido entregarle. Quizá un poco lánguida, poco penetrante, hasta alguien podría calificarla de lluvia púrpura, pero no se sentía con fuerzas para retocarla. Lavó el pincel del tres y mezcló el rojo brillante con un poco de amarillo limón y de blanco. Lo mezcló con fuerza y se quemó los ojos al clavarlos en el torbellino anaranjado. Un poco más de amarillo limón... el pincel parecía arder de pasión. Es más, si uno acercaba lo suficiente el oído a la paleta podría oír el crepitar del fuego en la pequeña punta del pincel; era un color perfecto para la herida de su pecho en el cuadro. Apenas se le veía de cuerpo entero. Se había colocado tras el tronco de uno de los enormes sauces, en una postura de espía que atisba con remordimientos y que tiene miedo de ser descubierto. No se parecía en nada a él. Ni el color de su piel, ni la forma de los brazos, las muñecas o las manos que rodeaban el sauce, tenían que ver con él. Pero la herida cordial que escupía fuego de su pecho era lo más real que había pintado nunca sobre sí mismo. Cada pincelada que goteaba del pecho declamaba con rabia un dolor imborrable, imperecedero, un dolor digno de ser sufrido por Dioses. «Albergo más recuerdos que si tuviera siglos.» La frase de Baudelaire encajaba a la perfección en el sentimiento que intentaba reflejar el conjunto del cuadro. ¡Quizá pudiese inscribirla en letras muy pequeñas en su corazón! Sería su secreto para el cuadro. ¡Un secreto! ¡Nada hay más íntimo que un buen secreto!, uno de esos que jamás se cuentan, pero que jamás de los jamases, por más tiempo que se pase sin rememorarlo, se olvidan. Las generaciones futuras que estudiasen sus cuadros con lupa, descubrirían el nuevo hallazgo que daría origen a innumerables tesis y ensayos sobre la obra de las obras. Se discutiría con ardor sobre el magnífico descubrimiento en los foros más punteros, y los libros de su obra habrían de ser revisados bajo las nuevas perspectivas que abría una pequeña inscripción escondida en un cuadro. Sonrió para sí mismo con el alma, y se alejó de allí flotando entre las imágenes coloreadas de sus sueños, evaporándose y viajando más allá de las nubes, de los planetas y las estrellas: la gloria ¿existe algo más abstracto?

El dedo rabioso bajaba veloz por los anuncios por palabras de «Le France». Se detuvo en uno. Marcó el teléfono y esperó. Una voz acaramelada hablaba de su físico. Tan sólo quiso saber la edad, el precio era lo de menos. Colgó desesperado y fue hasta la cocina a hacerse unos huevos fritos con mermelada. El aceite humeante le salta a las manos y él se las mira, ajeno por completo del dolor de la comezón, como quien mira dos armas de fuego. Se pinta en los dorsos de las manos unos extraños símbolos con el rotulador de la cocina. Parecen aspas. Aspas con rostros. Continúa con dos trazos que hacen de brazos. Pinta sin pensar. Al pensar ve, entiende, y sonríe.

Engulle la mitad de un huevo de un solo bocado. Después, traga una cucharilla llena de mermelada de fresa. Lo mastica todo al mismo tiempo en el interior de la boca. Aunque le cueste mover dentro la argamasa con fuertes mandibulazos, engulle por la garganta hasta pequeños trozos sin masticar mientras el resto se le desborda por las comisuras de los labios. Se deleita con el aceite caliente que se le escurre por la barbilla y el cuello. Masticando, abre el frigorífico y piensa en su cerebro, en su interior, en su forma abstracta de concebir los sentimientos a través de los colores. Suena el timbre. Se abrocha la bata y apaga las luces. Tras la puerta lacada de blanco se alza una figura muy bien formada, musculada a cincel bajo la estrecha camiseta blanca. En una primera impresión no aparenta los diecisiete años que dijo tener. Su cuerpo, de un moreno acaramelado, parece más bien el de un universitario al que le gusta mucho el surf, la escalada y las emociones fuertes. Satán le olisquea los tobillos y mueve el rabo con lentitud dando una vuelta a su alrededor.
Unos minutos más tarde, sin más preámbulos que indicarle los pasillos y las puertas, la humedad brilla en tacadas intermitentes acompañada por el concierto rítmico de los chillidos muellíticos del somier. Las siluetas se encajan y desencajan, se acoplan y se articulan de diversas formas y en inverosímiles posturas. Ambos cuerpos se imitan en los movimientos como reflejos simétricos en la unión de dos espejos. Por fin, soldados por un punto, Ruan ve en la pantalla negra de sus ojos cerrados una lluvia de estrellas que cae chispeando lentamente. No le deja ni fumarse un cigarrillo. Es más, ni tan siquiera se despide... su dignidad se lo impide. El joven rubio se encuentra ya, sin tomar ni cuenta de en qué lugar ha estado, de pie, en el porche, con los pantalones deportivos en una mano y un billete de doscientos francos en la otra. En el interior de la casucha, en la cocina, las lágrimas se desbordan y caen a freírse al aceite aún caliente de los huevos fritos. Se traga la otra mitad del huevo con una nueva palada de mermelada de fresa. Traga con ansia, regocijándose en el exceso, harto de vicio. No recoge nada. Va hasta el salón, vacío, sin muebles, donde el cuadro parece haber adquirido nuevos brillos con el sol de la tarde. Bweth, tumbada sobre el prado, parece más cansada, más lasciva. Y él, escondido, espiando tras el sauce la desnudez de la mujer, mientras la herida resuda sangre y fuego de dolor, parece ser un poco más viejo de lo que jamás hubiera creído. Adormecido por el exceso de vicio piensa en retocarse el rostro y rejuvenecer su espíritu. No puede engañarse a sí mismo. ¡Jamás! Aún masticando se acuesta en el suelo frente al cuadro y, pensando en los colores que se asocian al sabor de las lágrimas que le recorren las mejillas, se queda profundamente dormido. Soñó que le nacían en la espalda unas enormes alas de ángel. Finas y transparentes, frágiles y delicadas como tazas de porcelana china y con unas enormes bisagras de oro por las que las alas se agitan y baten el viento con pausada dulzura. El cielo es anormalmente azul y ni una nube lo macula. En el inmediato horizonte, una luna llena del tamaño de un puño parece que va a caerse por su peso del cielo. Y en el ambiente se respira, hasta lo más profundo del alma, un olor como de amor humano que, aunque por la mañana le costara creerlo, era de un color rosa palo de lo más cursi.

Colores. Sueños en colores. Los colores de los sueños. A la mañana siguiente nada habría terminado, ni tan siquiera se habría detenido, todo continuaría como siempre. Él nada podía hacer sino sobrevivir. Vivir en el sueño para imaginar sobre los cuadros colores que tengan voces y nombres, tamaños, humores y remordimientos, alegrías y tristezas. Colores irreales del exceso, del vicio y de la risa. Colores que, de puros, llegaban a ser transparentes e incluso, de intelectualmente puros... incoloros. Colores. Colores. Colores. ¡Todos Los Colores! Los colores de la vida. Como si nada hubiera pasado. Como si nunca hubiese nacido. Como si ayer no hubiese estado llorando toda la tarde. Como si siempre hubiera estado soñando, acomodado sobre enormes nubes de colores allí, en lo alto, en lo más alto del Universo.