Crítica de Vicente Álvarez de Bang Bang, Wilco Wallace.

Publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento literario de “El Norte de Castilla”, el 29 de marzo de 2014

Ángel Vallecillo lo sigue haciendo. Va más allá. Le gusta jugar, como a los buenos malabaristas, con cinco mazas de malabares (y se las pasa por detrás de la espalda, si es necesario). Lo repetido, lo trillado, lo común, lo previsible no entra dentro de su particular diccionario. Vallecillo ha tocado todos los palos y no se cansa de hacerlo. Tampoco se cansa de sorprendernos. La última carta que se ha sacado de la manga es este “Bang Bang Wilko Wallace” que publica la heroica y ejemplar editorial vallisoletana Difácil. ¿Qué se puede decir de una novela que comienza de la siguiente manera?: “La primera vez que vi a la rubia yacía desnuda sobre una alfombra roja, con la mejilla hundida en un charco de vómito y la cabellera desparramada como si acabaran de estallar contra el suelo una botella de champán. Nunca me había enamorado de un cadáver”. Pues eso, prepárense a subirse a una montaña rusa y despréndanse de todos sus prejuicios para dejarse arrastrar por la prosa hipnótica y las fascinantes historias que nos va a proponer en las siguientes 198 páginas Ángel Vallecillo. El título de la novela nos da una pista del proyecto en el que se ha embarcado el autor vallisoletano. Y si eso no fuera suficiente, sólo hay que leer los títulos de las tres partes en las que está dividida la novela: Diez de los Grandes, Ciudad del Diablo y La tumba de los mil dólares. Sería muy sencillo decir que Vallecillo se ha sumergido en el mundo más clásico de la novela negra (homenaje al viejo Chandler incluido) con evidentes y turbadoras pinceladas de western crepuscular. De hecho, los ambientes son inequívocos: el bar de Moe, el hipódromo, las apuestas en el boxeo, los desayunos en locales que parecen pintados por Edward Hopper, la comisaría de policía, los bares de copas, la mansión del matón de turno, el motel de carretera. Todo huele a vieja novela negra.

Pero hay algo más que acaba explotando en la segunda parte, la titulada Ciudad del Diablo. Allí Chandler se transforma en el Cormac McCarthy de “Meridiano de Sangre”. En esta parte central de la novela Vallecillo nos regala un viaje alucinante a un sitio de pesadilla, una ciudad de asesinos, mercenarios, colgados, yonquis, putas, jugadores y traficantes, un lugar atravesado por el río Tevel por el que siempre “baja un incesante torrente de cadáveres tiroteados por la espalda, manos y antebrazos amputados con las agujas aún clavadas en las venas, cabezas de putas, niños muertos o restos de perros de pelea”. Allí, en “La Casa Encantada”, un tugurio donde igual suena un blues que los disparos que llegan de la trastienda donde unos chalados tientan a la suerte jugando a la ruleta rusa, aparecen el hermano y el padre de Wilko Wallace: un padre ciego y un hermano retrasado de rasgos infantiles y dos metros de altura. Las escenas protagonizadas por esta extraña pareja son portentosas y alucinantes a partes iguales: te sorprenden llenando “La Casa Encantada” de blues y te hipnotizan cuando aparecen con un bate y una pistola (“No sé qué me acojona más si el ciego con la pistola o el subnormal con el bate”). Así, poco a poco, pasamos de Chandler y de McCarthy al mismísimo Tarantino todo ello con una prosa que escupe las palabras como puñetazos, al modo y manera de un James Ellroy en estado de gracia. Pero no nos engañemos: ni Chandler, ni Ellroy, ni Tarantino, ni McCarthy. El universo de Vallecillo es único, intransferible y perfectamente reconocible. Como una marca de aguas pegada a su pluma. Privilegio de los elegidos que tienen estilo propio. Sólo Ángel Vallecillo es capaz de singularizar a los personajes con un relampagueo de frases único. Milton Avery es un “bocaza, un hígado exhausto y una polla” y la rubia protagonista “una obra de arte expuesta en un basurero”. Por cierto, la primera maniobra de aproximación de Wilko Wallace hacia la rubia no tiene desperdicio: “Le abrí un párpado a la rubia y me deslumbró un iris azul cielo sobre un globo rojo: un iceberg flotando en sangre de foca”. Vallecillo pasa, sin apenas despeinarse, de un diálogo lumpen de metralleta a un chispazo poético que te deja noqueado: “Se acodó en la barandilla y descolgó la cabellera como un incendio que cayera del cielo”; “tenía el pecho caliente y la espalda fría, como si tomara el sol en una lápida”; “el cielo se amorató como si el día se asfixiara”. Eso sin olvidar algún toque de humor que viene a echar árnica a tanta violencia y poesía. Y sí, a pesar de que nos movemos en el terreno de la novela negra clásica y “Bang Bang Wilko Wallace” no deja de ser un ejemplo prodigioso de pulp de 24 quilates, en el fondo la novela tiene un pestazo a western que tira para atrás. Pulp alucinante, noir crepuscular, western shakesperiano. Todo vale en la mágica coctelera de Ángel Vallecillo. Lo dicho, una joya que sería un auténtico pecado que pasase desapercibida entre tanta y tanta novedad que escupen las librerías nuestras de cada día.

Por cierto, cuando decimos que Ángel Vallecillo toca todos los palos, no exageramos ni jugamos al despiste. Hoy le toca ponerse la 
chupa de Ellroy pero ayer vestía de dandi a lo Proust. Decimos esto porque hace apenas un mes, Vallecillo presentaba otra novela, “9 horas para morir”, esta vez bajo la divisa de Ediciones Aguere/ Idea, en la que la propuesta literaria era completamente distinta. Las frases cortas, la acción frenética y la sucesión fantástica de escenas a velocidad de vértigo de “Bang Bang Wilko Wallace” se transforman en “9 horas para morir” en un monólogo interior que nos muestra de forma pausada, premiosa y preciosista las últimas horas de un hombre antes de suicidarse. Antes de hacerlo, eso sí, nos enteramos del pasado terrible de Rodríguez, el protagonista,  y nos damos cuenta de que probablemente no es Rodríguez el que se suicida sino que es su propio pasado el que le suicida. Por el medio, Vallecillo nos obsequia con una novela impactante protagonizada por la verborrea demente y brillante de un tipo aparentemente débil, cansado de falsedades y abrumado por una historia brutal. Un ejercicio literario, en fin, que otorga carta de credibilidad a una de las ideas que el suicida Rodríguez vomita enrabietado: “Quizá haya tantas clases de escritores como de hombres”. No sabemos, en fin, cuántas clases de escritores hay pero uno tiene la sensación de que todos ellos están en Ángel Vallecillo.