La sombra de una sombra

Durante la posguerra, el párroco de un pequeño pueblo de Castilla es asesinado. La policía, con la anuencia de la Iglesia, envía para resolver este crimen al comisario Arias: un detective solitario y bronco que lucha contra sus fantasmas y las injusticias del poder establecido.

Ángel Vallecillo vertebra la novela con relatos entrecruzados —las vivencias de los habitantes del pueblo o la hermosa historia personal del narrador, que recrea la relación con el amor de su infancia— para conseguir una magnífica obra llena de sorpresas, fuerza y lirismo.
En las dos novelas que ha publicado con DIFÁCIL: La Sombra de una sombra y Colapsos, Ángel Vallecillo ha demostrado la sensibilidad de su mirada, su capacidad para la recreación de ambientes (bien sea la Castilla de ayer o el Nueva York de mañana) y para cambiar de registro subyugando siempre al lector, que queda atrapado sin remisión en las palabras de este magnífico autor.

Género: Novela
Páginas: 240
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-930571-7-7

A la venta en: Difacil

 

 

El fantasma del asesino sobrevoló el valle y se posó en el pueblo desplegando sus alas. Los últimos intrusos se alejaron en sus coches y los vecinos respiraron con alivio, aunque supieran que la verdadera desgracia no había hecho más que comenzar. Acongojados por el silencio, se encerraron tras los adobes y corrieron los visillos, como si necesitaran la oscuridad para soportar tanta vergüenza. Tras dar sepultura a don Aquilino, el difunto cura párroco, se desató un vendaval que corrió dueño del callejón de la estafeta, de la estación, de la varga del manantial, arremolinando la hojarasca de la plaza. Los faroles de los soportales gimieron lastimeros por el difunto, y sus chirridos se confundían con el aullido de los lobos. Se marcharon los fotógrafos, los curiosos... Vinieron, hicieron sus fotos, llamaron a las puertas y no encontraron a nadie porque el pueblo entero se encerró en sí mismo, amortajado, incapaz de mirar a los ojos de un forastero sin que los embargara la vergüenza. Sobre mi pueblo, Avellanosa de Lobos, se cernía no sólo la trágica sombra de la muerte, sino el estigma de sentirse los culpables del crimen, todos y cada uno, del mismo modo que disculpaban al cielo cuando no llovía o se preguntaban incrédulos el porqué de una helada en treinta de mayo. Para los habitantes de mi pueblo, los pecados que atraían a los infortunios arraigaban en uno mismo, en sus familias, en la sangre, del mismo modo que se inculpaban también de las circunstancias que malogran una cosecha prieta. Y el asesinato de don Aquilino, el difunto cura párroco, no era sólo una desgracia, sino un mal presagio. Si el cura había muerto, el pueblo era culpable, y el Cielo no iba a dejar las cosas de cualquier modo.
En el Ayuntamiento, tras una larga jornada de luto, aún restaba una última luz en la madrugada; don Nazario, el alcalde, abatido frente al teléfono, aguardaba la respuesta de la Diputación. El Gobernador le había prometido interceder ante el Obispo de Palencia para permitir una investigación policial, aparte de la abierta por la Iglesia.
—Señor Gobernador, sabe mejor que yo que, al final, los frailes nunca llegan a nada —le había confesado el alcalde por teléfono—. No tienen ni medios ni ganas, y este pueblo, si esto no se resuelve, no levanta cabeza. Son ya muchas cosas juntas, Gobernador. El precio del cereal no sube como los precios, sobrevivimos de los créditos, que se lo comen todo, y la gente no da más de sí. Y ahora nos viene esta tragedia.
—Haré lo que pueda, Nazario. La Diputación está con vosotros.
—Le suplico, Gobernador, que haga algo más de lo que esté en su manga. De aquí salieron vagones y vagones de harina durante la guerra y ni hemos chistado.
Los galgos, confusos por el silencio, calcorreaban por las callejuelas desiertas, bebiendo libremente en la fuente de cuatro caños y husmeando el aire con las orejas gachas, como si también presagiaran las consecuencias del desastre. El cereal ni sabía de lutos ni aguardaba, pero incluso así hubo dos días en que nadie salió a los sembrados, ni siquiera asomaron por ver qué andaba preparándoles el cielo. Entre las gentes se escondía un asesino, y más que el miedo, lo que les vencía era la desconfianza, la incredulidad de que unas manos de Avellanosa de Lobos se hubieran manchado de muerte, a sangre fría, sin razón de ser, si es que alguna merecía la pena. Hubo antes otras muertes violentas, pero ninguna premeditada, y eso era un sambenito que podría extenderse por la comarca peor que la peste. Para colmo, el muerto era el pastor de sus pecados, un hombre santo, el único que en aquellos momentos los hubiera sacado a flote con su arrebatadora entereza.
—¡El que no esté dispuesto a continuar que se encierre en la casa y que eche el cerrojo! —gritaba don Aquilino el domingo desde el púlpito, con la voz llena de luz, arrebolando las conciencias—. Mira tú qué vamos a adelantar así. ¡Basta ya de lamentarse y de alzar el puño contra el cielo! Si el tiempo viene seco, pues seco viene. ¡Si el ganado muere de sed y de hambre, hay que reponerse y aguantar como hombres hasta que el tiempo llegue bueno! Hay que estar enteros, confiados. Lo sabéis mejor que yo porque no habéis hecho otra cosa en la vida. Dios aprieta, pero no ahoga.
Fue en el año seco, el 45, más de dieciséis meses sin caer una gota de lluvia. La tierra exhausta, cuarteada como una costra. El año del hambre; cada semana al cementerio con una caja pintada de blanco. Las ovejas secas como pellejos y los lobos locos, bajando al pueblo una noche sí y otra también. Pero don Aquilino no se dio por vencido y mantuvo el ánimo del pueblo con poco más que palabras, buenas palabras, pero ni una sola promesa de lluvia ni intercesión ante Dios. Y si se terminó sacando a la Virgen del Castellano a los campos, fue por la desesperada petición de los vecinos, pues, según el cura, la Virgen cuidaba por nuestras almas, pero nada sabía de nubes ni siembras.
Cuando en septiembre llegaron las lluvias, no se recibieron con algarabía, sino con rabia, como si mirasen al cielo con rencor por haberles arrasado la economía. Pero el pueblo entero reconoció que don Aquilino había sido la piedra angular en la que apoyarse, el hombro al que acudir, la calma en la tempestad; desde entonces la parroquia se le entregó porque sabían que en las desgracias había un hombre irreductible con el que luchar codo con codo.
Y por fin sonó el teléfono:
—Le envían al mejor, alcalde. Mañana, viernes. Dispóngalo todo para su llegada. Va por tiempo indefinido.
Don Nazario, el alcalde, no se dio por satisfecho.
—Sólo un hombre, Gobernador.
—No le envían a un cualquiera, alcalde. He hablado personalmente con el jefe de Policía de Valladolid: si mañana le desapareciera un hijo, mandaría a este hombre a buscarlo. No he echado en saco roto sus palabras, alcalde: la Diputación va a hacer lo imposible por Avellanosa.
Don Nazario respiró aliviado tras colgar el teléfono, pero enseguida le trepó el desasosiego al mirar por la ventana: la desnudez de la plaza oscura, el vendaval recorriendo los soportales como una cuchilla fría y los galgos aullando como si la noche los destripara. Entre los vecinos se escondía un asesino. Unas manos manchadas no de barro, sino de sangre. La vergüenza de la comarca. Avellanosa de Lobos, dieciocho años atrás, recibió tras el glorioso triunfo dos menciones especiales del Caudillo. Sus dos fábricas de harina, río arriba, molieron a tres turnos durante la guerra, sin pedir ni un bocado de pan, desgastando una muela tras otra. Y ahora la vergüenza caía sobre ellos como una mala nubada. El pueblo sabía que en el Cielo, aunque los curas lo negaran, no había justicia. No hay tanto haces tanto vales.

Mi pueblo, Avellanosa de Lobos, visto desde el cerro de la Asunción, es como una cabeza peinada con raya al medio, pues el río Matamoros discurre como una cuchillada que le hubieran pegado a un bollo de casitas de adobe. El pueblo, agazapado entre el trigo, es poco más que su plaza, un espléndido empedrado de guijos por el que es un martirio andar en bicicleta, circundada por un ancho soportal de fustes de avellano; al norte, la iglesia, blanca y vieja, con la espadaña de cuatro ojos y las seis campanas de bronce; y en su frente, al sur, la Casa Consistorial, como si se retaran mudamente. Y presidiendo el centro de la plaza, la fuente de cuatro caños, rematada en cruz, esculpida, según don Evencio, el Virulé, que todo sabe de nuestra tierra, allá en los tiempos de los pueblos godos. Alrededor, un laberinto de calles estrechas y un centenar de casas bajas, heridas, de adobe y paja y tejados descuajaringados, mohosos, con las ventanas y balcones coloreados por geranios y alegrías. Y un paso más allá del cogollo urbano, la inmensidad del valle, grandioso, circular, repujado de sembrados y ringleras de vid, hasta que se topan con los anfiteatros de las colinas blancas de Zaza y los Crestones de Jaramillos. El padre decía que, hablando en propiedad, Avellanosa de Lobos era la última población del auténtico Cerrato, pues los Crestones de Jaramillos, que entresalen de la arcilla como lanzas de piedra, eran el primer escorzo de las Lomas de Hizán, que en un plis plas alcanzaban la línea imaginaria de la provincia de Burgos. No era del todo cierto; lo que sucede es que al padre le gustaba defender todo lo propio como algo único, del mismo modo que aseguraba que el tramo más puro del Matamoros era el nuestro. Y por encima de nuestras cabezas, lo más lucido del valle, su cielo, más hermoso en la noche que a la luz, con la Vía Láctea rasgándolo como una firma hasta perderse por la Peña Blanca, a casi cuarenta kilómetros del pueblo, hacia Cantabria, donde decía el padre que se abría el mar hasta llegar a América. Y en este escenario, rubio en verano y verde en primavera, pasé la vida hasta cumplir los veintiocho, cuando me marché a buscarla a Valladolid, huyendo, como un renegado más, de la crueldad del campo. Hasta entonces, años de escuela y de miserias entre los surcos, arando con el padre el campo, en la helada o en el calor, sacándole a los terrones algo que echarse al gaznate, siempre pendientes del cielo, aguardando a que nevara o a que saliera el sol y la espiga granara para recoger una cosecha que lleve el fiel hasta el peso que separa la miseria del sobrevivir. Desde el sur hasta las colinas de Zaza, las hermanas Tres Sicilias dominaban el cereal, más de tres mil hectáreas que las malas lenguas aseguran estuvieron a disposición de la República en los inicios de la guerra, aunque ellas, desde su palacete de Palencia, siempre lo negaron. El río y la carretera comarcal lo cruzaban como una equis, y aunque había más vías que comunicaban el pueblo con la comarca, como la carretera de Zaza, en el este, o el ferrocarril, que cruzaba el valle de extremo a extremo, era en el canal del río Matamoros, a sus orillas, donde discurría buena parte de la vida de las mujeres.
A mí, en verano, cuando era crío, me entusiasmaba cargar con los cubos y bajar con mi madre hasta la ribera para lavar la ropa. Me sentía hermoso entre los cánticos de las mujeres, arrodilladas en fila en la orilla sin parar de restregar la tabla. La tarde se desnudaba en un centenar de sábanas blancas, reflejando la luz del sol, bailando como enormes banderas sobre los cordeles, al runrún del carraspeo de las maderas. Y era sublime sentir cómo el ritmo de medio centenar de tablas se hacían unísonos al son de la copla que cantaba doña Gloria, que tenía una voz dulce como el anís. A mí el pie se me disparaba sólo, y lo miraba preguntándome qué le hacía moverse; tal cual que el respirar.
Cuando desde la lejanía se advertía el cascabeleo de las mulas, una voz femenina avisaba:
—¡Los muleros!
Las mujeres se apresuraban a recoger los cestos de colada limpia para alejarlos de la orilla, pues el paso de los mulos levantaba una polvareda densa y reseca que echaba al traste una mañana de esfuerzo de riñones. Mi madre me embozaba con un pañuelo húmedo para que respirara mejor, y yo disfrutaba viéndolos pasar, tirando de la interminable barcaza de madera. Dos líneas de animales, una por cada lado del río, arrastraban con la cabeza gacha un millar de formidables troncos de pino. Los muleros agitaban las varas en alto, voceando el paso a berridos, y golpeaban con saña las ancas de las bestias, ensoberbecidos ante la presencia de las mozas. Algunos, los más altaneros, miraban a las muchachas con terquedad y ellas se escondían con remilgos tras las sábanas, sonriendo tímidamente. Y tras el alejarse de los cascabeles, la tarde se ensombrecía bajo una nubecilla marrón, áspera a la garganta, y surgían los cuchicheos de las mozas:
—¿Has visto a Cuálo cómo atizaba? ¡Qué ímpetu!—decía la futura Cuála.
—¿Y has visto a Fulano cómo se remiraba a Mengana?
Y unas y otras estallaban en risas tontas mientras la nube de polvo se depositaba en el río, y en un Dios Credo la tarde estaba otra vez aseada como un gato. Las mujeres volvían a arrodillarse en la orilla, y en el reflejo del remanso se imaginaban ya casadas, abrazadas a un hombre vigoroso y decidido, viviendo en una casa llena de críos, con cuadras y bodegas. El río es un espejo cruel: borra la fealdad, pero también la belleza; así hace también con la vida, digo yo.
A mi madre la recuerdo lavando con gesto serio, de concentración. El pañuelo azul atado a la nuca y los dedos engurruñados tras tres horas de tarea. Los brazos gruesos y ágiles, restregando la tabla con más brío que ninguna, y yo, a su lado, junto al cesto de la ropa sucia, oliendo feliz la pastilla de Lagarto. De vez en cuando, se detenía y tomaba aliento pero, tras tres suspiros, volvía a arriñonarse hasta que las camisas brillaban tan blancas como la nieve recién posada.
—Recuerda, hijo, en la vida las cosas o se hacen bien o no se hacen. La vida está llena de cosas a medio hacer.
Y yo callaba mis siete años.
—Con constancia, las cosas vienen a su sitio. Sólo es cuestión de perseverar —me insistía con el gesto fruncido por el esfuerzo—. Sentado todo el día en la cantina es difícil conseguir nada.
Y yo aguardaba a su vera, con la camisa del padre preparada en la mano, que aquella sábana que insistía en fregar ya no podía blanquear más.
—Trae, Tesoro —me decía acariciándome el rostro con su sonrisa.
Mi madre era la escuela.
Mejor que la escuela.

El comisario Arias llegó al pueblo en su coche particular, un viejo studebaker que petardeaba al reducir y al que los chavales, cuando lo vimos aparcado frente a la fonda de doña Uced, apodamos el mataburros, pues mandaba de parachoques un hierro grande como un arado. Llegó al anochecer, molido por los baches de la comarcal. Al entrar en Avellanosa, le extrañó el frío desamparo de la plaza, apenas roto por un charco de luz que arrojaba la cantina sobre el empedrado. Se instaló en la fonda de doña Uced, casona medianera con el Ayuntamiento, de fachada señorial, con largos balcones de balaustres y que había soportado el paso del tiempo sin apenas remozo. La habitación del comisario, en la segunda planta, daba vistas a la plaza y a la calle de la estafeta, pues remataba su esquina con un largo mirador. Cama, mesa, silla, palangana y orinal, y las tres comidas incluidas, todo a cargo del Ministerio. A doña Uced, la casera, con la que el padre trinaba con solo mentarle el nombre, le brillaron los ojos de codicia cuando le ayudó a meter las maletas.
—Bienvenido —le dijo doña Uced—, si es que las circunstancias lo permiten —añadió con fingida tristeza—. Lo tengo todo dispuesto, señor comisario.
Mi padre decía que doña Uced era la peor sanguijuela del pueblo, aunque también dijera lo mismo de la Micaela, la que intentó quemar a su cuñado, Basilio, el Quemao. Durante la Guerra, doña Uced estuvo al cargo de un pequeño campo de prisioneros en el Alto León, apenas a doce kilómetros del frente. Casi todos los prisioneros fueron capturados en Burgos, Asturias y Santander. Hizo dinero a su costa, estafándoles con las cartillas, prometiéndoles la libertad si le firmaban las escrituras. Con lo que robó, la vieja montó la fonda en un santiamén, aunque mi padre aseguraba que en la Caja de Palencia escondía su verdadero botín de guerra.
El comisario le entregó el mandato del Ministerio donde se establecían las condiciones de su estancia en la fonda: tiempo indefinido, línea telefónica, absoluta privacidad bajo pena de arresto y libertad de horario para entradas y salidas. Se sintió satisfecho de la habitación: limpia, bien ventilada y con vista panorámica de la plaza. Abrió el armario y le repugnó el olor a naftalina, así que dejó la ropa en la maleta. Sacó la foto de Clara y la colocó en la mesilla, bajo la luz, pero se sintió ridículo y la guardó en un cajón. Se hundió en la manta y se cerró los párpados. La cama crujió. Se había marchado sin despedirse de Clara, pero ella hizo lo mismo la noche anterior. Guardaba una excusa: el jefe lo llamó a su despacho urgentemente. Entró sabiendo que tendría que irse. El jefe, que no se acababa de acostumbrar, torció el gesto al verle con su abrigo.
—Tengo algo especial, Arias, es un caso que no puedo confiar a otro.
—Dispare.
—No es en Valladolid, te advierto.
—Casi mejor.
El jefe ladeo media sonrisa.
—¿Otra vez problemas con Clara? Joder, ¿por qué no te casas con ella?
El comisario miró por la ventana y guardó silencio. Vio volar a un cuervo, pero no le dio importancia. El jefe abrió una carpeta y le mostró las fotografías.
—¿Conoces el caso del cura?
—Cuál de los dos.
—Al que apuñalaron.
El comisario Arias asintió.
—Es un tema delicado. Me ha llamado el Gobernador; tanto él como el Obispo están al tanto del tema. Nos han dado vía libre. No sé la razón, pero tienen interés en sacarlo adelante.
El comisario sacó un paquete de cigarrillos del abrigo y se lanzó uno a la boca.
—¿Solo?
—Sí. Quiero que te muevas a tus anchas.
—¿Qué cura lleva el caso?
—Por ahora no van a intervenir. Dicen que mandarán a uno de los suyos, pero me lo han dicho con la boca pequeña.
—Vale. Pero se lo advierto, no voy para hacer el paripé, ya sabe cómo son los curas. Mandan a uno, le ponen todo difícil, cumplen la papeleta y para casa. Sabe cómo trabajo; si voy, voy.
Abrió la balconera y fumó mirando a la iglesia, rutilando blancuzca en la noche. Se sentía con ganas de meterle mano al caso. Oyó voces en el pasillo. Llamaron a la puerta y entró don Nazario, el alcalde, seguido de doña Uced, la casera, que se coló en la habitación e insistió en quedarse hasta que el comisario la despidió con buenos modos. Don Nazario, el alcalde, un tanto sorprendido por la envergadura del comisario, le leyó un recibimiento oficial. El comisario se encendió un cigarrillo, sentado a horcajadas en la silla; hacía mucho tiempo que nadie lo recibía con tanta solemnidad. Pensó que estaban realmente asustados. El alcalde leyó sin titubeos; era un hombre menudo, firme, con la insignia de la Falange brillándole en la solapa. El comisario fingió sentirse halagado y le prometió todo su empeño, pero enseguida le hizo sentar:
—Dígame, señor alcalde —y le ofreció un cigarrillo—, ¿de quién sospechan?
—De nadie —confesó con fatalidad. Se frotó los ojos como si los notara secos—. Estamos confundidos, señor comisario. Esto nunca debiera haber sucedido en un pueblo como éste. Las circunstancias del crimen... Es una maldición.
—Déjese de maldiciones, esto es un asesinato. Lo resolveremos —le dijo tomándole por el hombro—. Pero, dígame, alguna pista tendrán. Algún resquemor. Algo. Éste no es un pueblo grande.
—Nada. Ya lo irá usted sabiendo, pero don Aquilino era un santo y nadie podía desear su muerte, no digo ya matarlo, sino sólo desearle un mal. Desde que llegó a Avellanosa, hace más de veinte años, fue el espíritu del pueblo..., y ahora nos lo han matado. Quien lo haya hecho, no es sólo un asesino, también debe odiar con rabia al pueblo de Avellanosa.
El comisario resopló y se frotó las manos.
—Empecemos a trabajar. Dónde se puede tomar una copa.
Don Nazario, el alcalde, lo miró con reproche: le escamaba su cara mal afeitada y la sinrazón de no quitarse aquel abrigo, largo, renegrido, con los bolsillos dados de sí como si los utilizara para guardar botellas. Torció el cuello hacia la plaza, al fulgor amarillento de la cantina. Recordó las palabras de elogio del Gobernador y se obligó a confiar en él.
—En la cantina. Hoy es el primer día que abre tras la tragedia.
—Pues en marcha; estoy muerto de sed y quiero empezar cuanto antes.

Fuera, el vendaval azotaba la tierra sin piedad, como si lo hubieran desatado los demonios. Las contraventanas traqueteaban siniestras en la noche; por las callejuelas, silbaban los remolinos. El viento soplaba del sur: seco, hirviente como la lava, preñado de las fragancias del final del verano. Las calles desiertas se iluminaban intermitentemente con los bandazos de los faroles, y el corazón del pueblo, refugiado tras las ventanas, aguardaba angustiado a que la tormenta se alejara por los campos de Greda de Cerrato. Las veletas de las torres gemelas de la iglesia giraban furiosas, encabritadas, y los olmos jóvenes de la plaza, inclinados por el capricho del viento, desnudaban sus ramas ante los santos del pórtico. Las campanas oscilaban leves, como adormecidas tras el cansancio de una larga tarde tocando a muerto. La luna, inmóvil en su cenit, iluminaba a contraluz las nubes que huían fugaces hacia ninguna parte.
El padre recorría la casa como un lobo enjaulado. El gesto contrito, huidizo, y yo, que apenas era un crío, trataba de darme cuenta de lo que estaba sucediendo, incapaz de alcanzar la razón por la que un hombre asesina a otro. Nos prohibieron salir de casa, aunque fuera verano, encerrados tras los adobes a esperar que la desgracia escampara. Mi madre, sentada junto a la ventana, miraba al padre sin decir nada, ida, con las agujas inmóviles en el regazo. La casa olía a tierra húmeda y, en la trasera, en el corral, los animales se agolpaban contra el portalón, azorados por la furia del viento.
—Aún no puedo creerlo —confesó el padre—. ¿Quién puede haber hecho algo así? En qué cabeza cabe. Esto atraerá al demonio.
Sus preguntas flotaban fofas, como si hablara con las paredes, o esperando así que mi madre le contestara; quién sabía nada de las intenciones del padre.
—¿Quién podía tener un solo motivo? ¡Uno sólo! ¿Por qué? —preguntó implorando con las manos—. Era un hombre santo, preocupado hasta por el último de nosotros. ¿Quién podía odiarlo así? —mi madre le miraba sin abrir la boca, con los ojos rotos por una larga tarde de lágrimas en el entierro—. ¿Sabes lo que han contado en la cantina, mujer? Dicen que la puerta de la sacristía estaba cerrada por dentro, con la llave puesta. ¡El asesino no pudo salir de allí! Se esfumó como si viviera allí dentro.
—La carbonera —dije yo, que conocía bien la iglesia.
—Calla, chico. La carbonera estaba vacía. Y no tiene salida.
—Un misterio —dijo mi madre.
—Dicen que ya ha llegado el comisario de la capital, y que también vendrán los frailes a investigar por su cuenta. Ahora estamos todos bajo sospecha.
—Parece que el viento amaina —dijo mi madre señalando la plaza.
El padre interrumpió su paseo y descorrió el visillo. Los fraileros dejaron de golpear los muros y un silencio profundo tronó de golpe, como si regresara molesto por la voz huracanada del viento. De repente hubo un apagón y el padre pegó un brinco. Nos quedamos a oscuras, apenas alumbrados por las brasas de la cocina. Mi madre encendió media docena de velas de aceite y las repartió por la sala. El padre se sentó junto a la ventana.
—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó mi madre.
—Don Miguel, el maestro —respondió el padre.
—¿Fue él quien vio lo de la llave?
—Sí. Dios bendito, ¿le viste en el entierro? No se separaba de la caja. ¿Cómo puede alguien matar a sangre fría? ¿En qué mundo vivimos?
—¿Y cómo entró el maestro en la sacristía?
—Pues..., qué sé yo —dijo el padre encogiéndose de hombros—, derribaría la puerta, o..., no sé, qué se yo. ¿Y eso qué más da?
—¿Derribar la puerta de la sacristía? Imposible —aseguró mi madre con rotundidad—, de ninguna manera. Si la puerta estaba cerrada por dentro nadie pudo entrar.
El reloj de pared se hizo oír sobre los últimos silbidos del viento.
—Don Miguel tiene llave de la sacristía —dije yo—. Pudo abrir con ella.
—Cómo sabes tú eso, chico —me espetó el padre.
—Una vez que se nos terminó la leña de la escuela, el maestro mandó a Cid a por carbonilla a la iglesia. Le dio una llave de la carbonera.
Y el padre pareció conformarse con mi explicación.
—¡Vaya, y ahora se pone a llover! —dijo mi madre retomando la labor a la luz de la vela. El padre se asomó al cielo negro.
—Buenas estas aguas para el rastrojo.

Don Casimiro, el Bodeguero, no guardó sino un día de luto por el difunto. El viernes, a las nueve de la tarde, abrió la puerta de la cantina con la solemnidad de un enterrador, no porque le urgiera hacer caja, pues era hombre desprendido, sino porque los hombres le obligaron a hacerlo, que no aguantaban más tiempo encerrados en las casas con las mujeres. Abrieron pellejos nuevos, y el vino resultó ser malo, vacío, facilón, y aquélla fue la excusa para lanzarse al sol y sombra, que había urgencia por olvidar cuanto antes lo ocurrido.
Hacia las once, una hora después de que aparcara el coche en la plaza, el comisario Arias entró en la cantina precedido por el alcalde, quien parecía avergonzado de entrar de manos de un policía. A los vecinos, en cuanto lo vieron cruzar por la puerta, el comisario les pareció el demonio, y a mí y a los chavales, que vivimos aquel suceso como la mayor aventura de nuestra infancia, también.
Cruzó la cantina espantándose los mosquitos con el sombrero, silencioso y frágil como un espectro; aunque vistiera de paisano cantaba a la legua que era un polizonte. Era un hombre corpulento, casi un gigante, de espaldas cargadas y gesto torvo; la cabeza cuadrada, pelo de erizo y una cicatriz redonda que le coronaba el mentón. Nadie entendió lo del abrigo: largo, raído, grueso, en plena canícula de la meseta a casi 35 º a la sombra. Se ajustó los pulgares al cinturón, sabiéndose el centro de las miradas; don Miguel, el maestro, le susurró al Bodeguero que esa misma pose de chulo se la había visto él a Henry Fonda en OK Corral. La humareda se impregnó de silencio y las miradas huidizas de los parroquianos se soterraron bajo las baldosas. El ventilador giraba con rutina, despedazando el sigilo, paleando el mar de humo con sus aspas abarquilladas. El comisario Arias se apostó con rutina en la barra, pidió un coñac y se plantó cuan grande era de cara a Matías, el Embustero, que llevaba encima tal cogorza que no lo hubiera reconocido ni su mujer, la difunta Paquita. Le invitó a un chato de vino y, sin mediar más palabra, le largó de sopetón una pregunta sobre las costumbres de don Aquilino. Las mesas de dominó enmudecieron hasta enfriarse como sepulturas, y a Casimiro, el Bodeguero, se le cayó de entre las manos un vaso que se hizo añicos contra el suelo.
—¿Y quién lo pregunta, si puede saberse?—preguntó Matías, el Embustero, cegado por la borrachera.
—La autoridad.
Y Matías, el Embustero, sin más, se meó en los pantalones.
Y es que Matías, el Embustero, parecía ser el único hombre al que no le había llegado el rumor de que la Policía de Valladolid había enviado a su mejor detective para resolver el misterioso y brutal asesinato. Por otro lado no les extrañe su ignorancia, pues no era normal todo lo que se metía entre pecho y espalda desde que falleció la Paquita, su difunta, que en gloria esté. Lo que pasa en mi tierra con los maridos es que, cuando a la mujer se la echa tierra antes que a ellos, se quedan todos como mohínos, desvalidos, y el que no se pierde por la bebida se trastoca en huraño y cobarde y ya no sabe salir de la cantina hasta que casi fenece de pena; aunque antes la hayan molido a palos, no se crean. Ése fue el caso de don Cristobal, que en paz también esté, pues una semana después de que su santa, la Indalecia, falleciera por una paliza que él le propinó con una garrota y una silla por no sé qué lío de una cena fría, él se echó una soga al cuello en la Escolgadura. A sus pies dejó una carta para el juez, bajo un crucifijo de oro, y sin más se mandó para el otro barrio, pues se lamentaba el muy cínico de que sin ella no se soportaba vivir. Yo no llegué a ver el cadáver ahorcado de don Cristobal, pues aún era muy chico, pero las más viejas refunfuñan, sentadas en la calle, contando los puntos del ganchillo, que cuando lo descolgaron de la viga aún le desbordaban los ojos lágrimas de pena.
Matías, el Embustero, durmió esa noche en la sacristía, que en Avellanosa, a falta de cuartelillo, hacía las veces de calabozo hasta que se llegaba desde Lagunillas de Cerrato la pareja de la Guardia Civil. El pueblo se acostó acobardado por la resolución del comisario, aunque todos sospecharan que no era más que un escarmiento por haberse pasado de rosca con el anís.
Matías, el Embustero, se desveló un instante antes del amanecer, cuando el vino tinto se evaporó desnublándole las mientes. Al recordar la noche anterior escupió contra la pared y soltó un juramento. La boca le sabía a veneno y no había hueso que no le doliera de descansar sobre la piedra fría. Cuando tomó cuenta de que dormía sobre el mismo lecho donde el cura Aquilino fuera apuñalado, se volvió medio loco y se puso a gritar, aporreando la puerta como un descosido hasta que vinieron a rescatarlo. Luego contó en la cantina que gritaba con tal desesperación porque el espíritu del difunto se le presentó, surgiendo por las rendijas de la carbonera, con el puñal aún clavado en la garganta.
—Ya... Y qué te dijo, si puede saberse —le preguntó don Rafael, el veterinario, al que todos tenían por leído.
—Apenas vocalizaba, don Rafael, como si el puñal le hubiera roto la voz —y se echó al gaznate otro chato.
—¿Y cómo estaba? —preguntó asombrado Cirilo, el Picao, que era un infantil.
—Pues como un fantasma, con los ojos como el vino y el cuerpo como un camisón de gasa.
—¡Como un camisón de gasa! —se sorprendió Cirilo, el Picao.
—Sí, y no andaba como nosotros, qué va; surgió de la carbonera flotando a un palmo del suelo, sobre la nada, con una vela encendida en una mano y el misal en la otra. Y miraba hacia el techo en éxtasis, con los ojos desorbitados y llorosos, y la boca abierta, y los brazos en alto, igualito igualito que cuando consagraba la Sagrada Forma en Viernes Santo.
—¡Dios Espíritu! —exclamó Cirilo, el Picao—. Como el Viernes Santo, ya lo recuerdo.
—Sus uñas iluminaban la penumbra como luciérnagas y sobre la coronilla se le había dibujado una cruz, como un estigma.
—Ya —dijo incrédulo don Rafael, el veterinario—; pero, resumiendo, qué es lo que te dijo.
Por la cantina cruzó el alma de un ángel. Los parroquianos se acodaron alrededor de la mesa, curiosos y asustados, presumiendo la milonga de la voz del espectro. Aguardaban la confesión aferrados a sus vasitos de vino como si éstos, de algún modo, los unieran a la existencia y los protegieran del Más Allá. Nadie, antes del crimen, hubiera dado oídos a una sola palabra sobre almas en pena, pues no es la nuestra tierra de supersticiones ni zarandajas. Pero, tras la violenta muerte de don Aquilino, fueron muchos los que se amilanaron en el desierto del insomnio, pues la puerta de la sacristía estaba candada por dentro, y el asesino incorpóreo se escabulló, sin que nadie lo viera, bajo una luna grande como una naranja. Desde aquella noche, las mujeres se santiguaban cabizbajas frente a la luna, y los hombres llenaban los bolsillos de los espantapájaros con cabezas de ajo; y cuando en las tierras de las hermanas Tres Sicilias amaneció una bandada de cuervos muertos, Mario, el gallego, no tardó en interpretarlo como un presagio de que unos hombres poderosos vendrían de la capital a sembrar discordia.
Matías, el Embustero, engreído ante las decenas de ojillos que aguardaban su cuento, se volcó al gaznate el vaso de vino y lo golpeó contra la mesa. Después, echando su cuerpecillo hacia adelante, enfurruñó los ojos y el hocico:
—Volveré de la muerte para desenmascarar a mi asesino —dijo arrastrando las palabra—. Eso dijo, y después se desvaneció de la sacristía como un puñado de humo.
—¿Se esfumó?
—Sí señor —contestó a Cirilo, el Picao—, como una pompa de gaseosa. ¡Zas! Nada.
—¡Mi madre!
—Y no sería que aún andabas borracho, Matías —le recriminó distendido don Rafael, el veterinario, que no creía una palabra de aquel cuento.
—¡Por mis tierras que lo vi con estos ojos! —exclamó poniéndose en pie.
—Tú no tienes tierras, Matías —le dijo en voz baja Remilgo, el marido de doña Reme, la telefonista.
—Pues de las que vengan —y pidió otro porrón de vino.
—Bien sabes, Matías, que eso está fuera de la ley de Dios —aseveró una voz recia desde la puerta, y cuando se volvieron se estremecieron ante la insospechada figura del padre Marciano, el nuevo cura párroco que había sustituido al finado. El cura apartó la cortina, cerrando tras de sí una manta de luz de tarde, como si emanara de ella. El polvo en suspensión se agitó en fajas largas y luminosas como espadas de sol. Saludó uno por uno a los parroquianos, pellizcándose el ala del sombrero.
—Don Marciano —terció don Rafael, el veterinario—, ya le digo yo al Matías que ayer bebió como lo que no es debido, y que después de las borracheras es normal sufrir alucinaciones que uno toma como ciertas.